La patrulla del tiempo by Poul Anderson

La patrulla del tiempo by Poul Anderson

autor:Poul Anderson
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Colección NOVA nº 135
ISBN: 8440697236
editor: Ediciónes B
publicado: 1991-01-01T05:00:00+00:00


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Salté a Nueva York en los años treinta del siglo XIX porque conocía la base y a su personal. El joven de guardia insistió en las reglas, pero a él podía dominarlo. Realizó una llamada de emergencia pidiendo un médico de alto nivel. Resultó ser Kwei-fei Mendoza la que tuvo la oportunidad de responder, aunque nunca nos habíamos visto. No hizo más preguntas de las necesarias antes de unirse a mí en mi saltador y partir para el país de los godos. Más tarde, sin embargo, quiso que fuésemos los dos a su hospital, en la luna del siglo XXIV. No estaba en condiciones de protestar.

Me hizo tomar un baño caliente e irme a la cama. Una casco electrónico me ofreció muchas horas de sueño.

A su momento recibí ropa limpia, algo que comer (no vi qué), e instrucciones para llegar a su oficina. Tras una enorme mesa, me indicó que me sentase. Durante un par de minutos no hablamos.

Huyendo de la suya, mi mirada se movía por todas partes. La gravedad artificial que mantenía mi peso normal no hacía nada para que me sintiese en casa. No es que, a su modo, no fuese hermoso. El aire tenía un ligero olor a rosas y heno recién cortado. La alfombra era de un violeta intenso en la que brillaban puntos como estrellas. En la paredes fluían sutiles colores. Un ventanal, si era un ventanal, mostraba la grandeza de montañas, de un paisaje de cráteres en la distancia, del negro celeste pero presidido en lo alto por una Tierra casi llena. Me perdí en la visión de ese glorioso disco azul cubierto de retazos blancos. Jorith se había perdido allí, haría dos mil años.

—Bien, agente Farness —dijo al fin Mendoza en temporal, el lenguaje de la Patrulla—, ¿cómo se siente?

—Aturdido pero con la cabeza despejada —murmuré—. No. Como un asesino.

—Ciertamente debía haber dejado a esa niña en paz.

Forcé mi atención en su dirección y contesté:

—No era una niña. No en su sociedad, o en la mayor parte de la historia. La relación me ayudó mucho a conseguir la confianza de la comunidad, y por tanto en el avance de mi misión. No es que lo considerase con sangre fría, créame por favor. Estábamos enamorados.

—¿Qué opina su mujer de este asunto? ¿O nunca se lo ha dicho?

Mi defensa me había dejado demasiado cansado para que me ofendiese lo que por otra parte hubiese podido considerarse un atrevimiento.

—Sí, lo hice. Yo... le pregunté si le importaría. Ella lo consideró y decidió que no. Recuerde que habíamos pasado nuestros años de juventud en los sesenta y los setenta... No, claro, apenas habrá oído hablar de ello, pero fue un periodo de revolución en las costumbres sexuales.

Mendoza sonrió con tristeza.

—Las modas vienen y van.

—Mi mujer y yo hemos sido monógamos, pero más por preferencia que por principios. Y mire, siempre la visitaba. La amo de verdad.

—Y sin duda ella consideró que era mejor dejarle tener su aventura de mediana edad —respondió Mendoza.

Eso lo hirió.

—¡No era una aventura! Se lo he dicho, amaba a Jorith, la chica goda, y también la amaba a ella.



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